En la columna “Macho dijo la partera” que sale por Verdes y Frites, sobre el rol de las masculinidades de la mano de Tincho Suárez, hoy hablamos de ¿Cómo devolverle la sensibilidad a los hombres?
“Mientras nosotras amábamos, ellos gobernaban. El amor ha sido el opio de las mujeres, como la religión lo es de las masas”. Dice la teórica feminista Kate Millet.
Acá, tanto la religión como el amor pueden llevarnos a este estado de embobamiento que nos mantiene sedados y hasta fuera de la realidad. No reaccionamos a la misma porque tenemos circulando por el cuerpo un sedante. “Dios sabe por qué hace las cosas” y “el amor todo lo puede”. Pero si vamos a la droga de los varones, el honor, éste no seda al cuerpo, al contrario, lo excita. Entonces, si de drogas se trata, las mujeres se fuman un porrito, mientras los varones le entramos a la cocaína.
El honor es esa inyección de energía eufórica. Pero, ¿Por qué nos lleva a este estado? ¿Es el honor algo intrínseco en nuestra naturaleza humana, o es un constructo cultural? Con el amor podemos decir que está en nuestra naturaleza, lo vemos en otras especies. El honor no, es un elemento sustitutorio, activa alguna otra cosa que sí es propia de nuestra condición natural.
Entonces, cuando vamos en búsqueda de honor, ¿en búsqueda de qué otra cosa estamos yendo? ¿Validación, aprobación social, deseabilidad y amor potencial? Sí, todo esto define nuestras acciones, pero hay un componente extra: la adrenalina. El honor históricamente se ha alcanzado a través de una proeza física. En la era farmacopornográfica, dice Paul Preciado, la manipulación del cuerpo social se hará a través de las drogas, externas, pero también las producidas por el propio cuerpo. Y el problema con las drogas es que nos hacen adictos, y el problema con la adicción es que no se resuelve viendo o intelectualizando el problema. La celebración de una sociedad entera con un hombre que ha alcanzado algún honor es adictiva. Los hombres somos validados cuando alcanzamos algún honor, en medio de una sociedad que machaca todo el tiempo. ¡Claro que vamos a ir en búsqueda del honor todo el tiempo! nos alivia. Alcanzar el honor disuelve, solo por un rato, la angustia por la carencia del valor social, o el miedo de su pérdida.
¿Pero cuál es el problema con el honor? El primer honor es el de la guerra. El mayor de los honores sólo se alcanza venciendo a un enemigo. Hay algo estructural sobre este concepto y es que define superioridad: soy/somos mejor/es que otro/s. Alimenta un ego narcisista, a la vez que degrada a la oposición. Al estar asociado con la guerra alimenta la noción de conquista y, exterminio, colonización o sometimiento. El concepto de honor va variando con el tiempo, las identidades y el contexto, pero todos buscamos conquistar algo, y hasta hace poco era más específico: derrotar a alguien. Pero conquistar algo va más en línea con la sociedad de consumo. El consumo es en sí mismo una conquista. La línea de nuestra educación patriarcal sería, valgo como hombre si alcanzo el honor, alcanzo el honor cuando conquisto, y cada vez más, conquisto cuando consumo. Y cuando hablamos de conquistar y consumir hablamos de objetos, cuerpos, naturaleza, animales. Por eso cuando nuestra noción de valor personal esté baja, cuando peor nos sintamos con nosotros mismos, más deseo de consumir.
Entonces si a las mujeres el amor las mantiene tranquilas y sumisas, a los varones el honor nos mantiene productivos. Ambos conceptos, al convertirse en mandatos son instrumentos de manipulación social. Mandatos doblemente efectivos pues son adictivos. Y funcionan porque cuando los alcanzamos nos recompensan positivamente, y cuando no, entramos en abstinencia. Buscamos el honor porque es agradable al conseguirlo y buscamos el honor porque es insoportable no tenerlo.
El sentido social que se ha construido en torno al honor es tan grande que un varón que no lo tenga y no vea posibilidades de conseguirlo puede llegar a sentir su vida como carente de sentido. El honor da sentido a la vida del hombre como el amor se lo da al de la mujer. Perderlos es perder el sentido de la vida. Pero a diferencia del amor, que es un lugar de llegada más permanente (cada vez menos) el honor es extremadamente efímero. No hay una conquista que haga durar el efecto narcótico, cada conquista deberá ser seguida de otra y luego de otra hasta el infinito o la muerte. Además, cual droga que va perdiendo el efecto porque el cuerpo la asimila y vamos subiendo la dosis, las conquistas deben ser superadoras una de la otra. La competencia también es con uno mismo, con la conquista previa, ni hablar con la conquista del de al lado.
Si comparábamos al opio de los pueblos con el de las mujeres en su efecto de sedación, y decimos que para los hombres el efecto de su droga no es sedar sino excitar, necesariamente para completar el cuadro debemos preguntarnos: ¿el pueblo tiene una droga que lo excita? La respuesta es sí, también es el honor. Eufóricos estábamos al ganar el mundial. También en la guerra de Malvinas había una lógica de proteger el honor del país, sentimiento utilizado por los dictadores para correrse del foco del problema. “Está en juego nuestro honor, aunémonos como país para enfrentar a un enemigo en común”. ¿si ganábamos la guerra, la dictadura aguantaba un poco más?
El honor moviliza masas, como lo hacían antes las religiones. Hoy un “make América great again” convoca más que cualquier frase de predicador religioso. El populismo de derecha utiliza como carnada este sentir, mucho más que cualquier discurso de solidaridad, amor y respeto. Entonces, deconstruir el mandato de honor de los varones puede llegar a desarmar desde la unidad todo un movimiento de gran escala pues perderán una sujeción invisible que nos arrastra desde las narices.
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