En la columna “Macho dijo la partera” que sale por Verdes y Frites, sobre el rol de las masculinidades de la mano de Tincho Suárez, hoy hablamos de La dominación a través del terror
Podemos entender al terror como un miedo insoportable al dolor. Pero antes de hablar de miedos definamos primero al dolor en sí mismo. El dolor es una función del cuerpo que sirve para que lo protejamos. Si no existiera el dolor, no tendríamos registro de cuando nos lastimamos, cuando debemos permanecer quietos para sanar, evitar conductas autodestructivas, etc. Pero ya hemos visto en columnas anteriores a la insensibilidad masculina como mandato. Entonces hagámonos la siguiente pregunta ¿por qué construimos una cultura que eleva el honor de los varones que pueden aguantar el dolor yendo en contra de su propia pulsión de preservación? ¿De qué sirve cortarnos lo intuitivo? Y ¿A quién le sirve?
De pibes jugábamos a poner el brazo y ver quién aguantaba la piña más fuerte. Quien podía ante el dolor, vencía y quien no lograba aguantar, perdía. El ganador se llevaba todos los honores y quedaba en claro algo: enfrentarse con él, suponía deber ser más poderoso de lo normal porque su resistencia era más poderosa de lo normal. La potencia bélica se basa en dos grandes pilares, no solo la capacidad de destrucción, sino también, la capacidad de soportar la destrucción que intentará el adversario. Por eso lo hombres no debemos rendirnos ante el dolor, por eso los hombres socializamos a partir del mismo. Si yo tengo 10 bombas nucleares pero quienes tienen que accionarlas se quiebran psíquicamente ante la posibilidad del dolor y eso los hace rendirse, esa potencia de destrucción no me sirve de nada. Un buen soldado debe saber soportar el dolor, debe saber controlar o anular su propio miedo al dolor, y debe saber desconectar del dolor ajeno.
Entonces nuevamente ¿Por qué adiestramos a los hombres en el manejo del dolor? Porque seremos sometidos a él. Nos harán convivir con el dolor, recibirlo o transmitirlo, porque las luchas de poder lo utilizan todo el tiempo y nosotros somos sus soldaditos. Por eso nos condicionan a normalizar el dolor, asumirlo como realidad, necesidad o precio por un determinado fin. No pain no gain dicen los fisicoculturistas (sin dolor no hay ganancia).
Pensemos ahora en el terror como estrategia de manipulación social. En la edad Media, Dios no era tanto un ser de amor sino uno al que había que tenerle miedo, en nuestra última dictadura le teníamos miedo a los que manejaban el Estado, y si bajamos a las relaciones personales, tenerle miedo a nuestras parejas, o a nuestros padres, hace que nos alineemos automáticamente a sus intereses por miedo a desatar una ira peligrosa. Producir miedo, producir horror, es estratégico, no es una simple consecuencia de un acto violento. El terror domina psíquicamente a sus víctimas, y quienes lo administran lo saben y construyen ese poder. El terror es el estado previo a la violencia, cuando alcanza para dominar, no hace falta llegar a esta segunda instancia. Es la amenaza o la promesa de dolor, físico o psíquico, lo que nos controla. Por supuesto a veces la amenaza se cumple y el sistema se retroalimenta. Pero el terror tiene más alcance que la violencia directa. No se puede infringir dolor a 40 millones de personas, pero si condicionarlas a través del miedo.
Estar de frente contra el terror es estar ante una posibilidad de destrucción tan grande y/o tan imposible de sobrellevar que automáticamente nos hace soltar cualquier tipo de resistencia. Es un arma de destrucción masiva que inclina cualquier balanza en favor del poseedor. Estar a merced de tal destrucción esclaviza a cualquiera que posea algún tipo de ilusión, que tenga miedo a perder aunque sea una mínima cosa.
En la última dictadura cívico-militar argentina el gobierno de facto sembró terror. No solo fue un exterminio de la oposición, sino que el nivel de horror y sadismo de las prácticas de tortura y ejecución sólo pueden entenderse porque sirven a un fin: derrotar psíquicamente al enemigo. Por eso, a riesgo de dejar cabos sueltos, liberaban testigos de dicha barbarie para que puedan dar dimensión de tal horror. Nada vale la pena ante tal destrucción, nada se puede hacer ante tal desequilibrio de poder, donde pedir por un derecho se castiga con tortura y muerte. Las víctimas eran un “mal necesario para un castigo ejemplar que estabilice y ordene al país”. La estabilidad de una tierra arrasada por el fuego. Ceder con tal que cese el sufrimiento, amoldarse al orden con tal de evitar el dolor. No vivir, con tal de no estar en agonía.
Por eso resistir ante la dominación del terror podemos asociarla a la capacidad de aguantar dolor. ¿Cuánto dolor puede resistir un cuerpo? ¿Cuánto dolor puede resistir un pueblo? Rendirse no es admitir la superioridad del adversario, rendirse es decir no puedo más con tanto dolor, con tanta pérdida. Eso se busca en las guerras. Hay pueblos que resisten ante potencias descomunales. Quienes tienen el poder y la intención de dominio siempre pueden (y lo harán) subir la vara, la historia se puede contar a través de las innovaciones tecnológicas que aumentaron la capacidad de producir daño e infringir dolor.
Y como nuestros hombres no deben ser dominados por ningún adversario deben saber resistir dolor. Pero ¿cómo hacemos para que los varones aprendan a resistir el dolor sin hacer lo que su propio cuerpo le pide, que es huir o rebelarse? Se lo carga de sentido, de propósito, de virtud. En una sociedad violenta solo es libre quien puede aguantar el dolor. Esto está implícito en el manual del buen macho, si no aguantás el dolor serás dominado, serás esclavo. Entonces, si yo aprendí a resistir al dolor y viene una sociedad violenta, voy a estar mejor posicionado que la gran mayoría, mi capacidad para aguantar será una herramienta de protección, pero también de dominación.
Quien resista el dolor será un ser honorable, y es honorable porque sirve, o potencialmente puede servir, a un propósito de bien común. Esta cultura primero nos hizo adictos al honor, cargó de honor al dolor y nos sumerge constantemente bajo una crisis de valor que nos obsesiona la validación social. Así, el dolor como virtud se busca, se permite, se acepta, se promueve, se construye, se sociabiliza. No se detiene, ni se cuestiona, cuestionarlo supone arriesgar el honor, la masculinidad asociada y su valor social.
Enfrentar al terror supone ser inmune al dolor que propone, no tiene que ver con ser fuertes, ni ser capaces, mucho menos ser masculinos. En la última dictadura, quienes se convirtieron en emblema de resistencia, lejos estaban de la fuerza o del poder, fueron las madres y abuelas de plaza de mayo y podemos explicar su fenómeno en función del dolor. Ellas se pararon frente al horror diciendo, su dominación a través del terror no funciona con nosotras porque no pueden infringir más dolor del que ya sentimos.
Pero no quiero reforzar nuevamente a la capacidad de aguantar al dolor como algo noble. Esto no fue lo que derribó al régimen del terror, sino romper con la narrativa de la administración del dolor como algo necesario. Cuando socialmente se pasó de ver a los dictadores como “mal necesario” a verlos como el problema en sí mismo es cuando el régimen comienza a caer.
Estamos ante una elección donde uno de los candidatos promete el terror como metodología de gobierno, y hay una sociedad que adhiere a esta forma porque sigue creyendo en el dolor como algo necesario, el pago de un karma, el sacrificio que es recompensado, la forma de ordenar lo desordenado, etc. Debemos desmitificar el dolor y condenar cualquier metodología que aplique el terror como forma de gobierno.
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