En la columna “Macho dijo la partera” que sale por Verdes y Frites, sobre el rol de las masculinidades de la mano de Tincho Suárez, hoy hablamos de como la masculinidad se forma en la deshumanización.
La insensibilidad masculina está construida como mandato y es uno de los principales pilares para el ejercicio de la violencia. Esta no puede ejercerse si hay empatía o conexión con los sentires ajenos. Desproveer a los varones de estos sentimientos no es tarea fácil pues están en nuestra respuesta humana.
¿Cómo se bloque la sensibilidad frente a un sufrimiento ajeno?
Por un lado está la deshumanización, la animalización o cosificación. En un orden jerárquico, lo humano es lo que merece derechos y lo demás no o en menor medida. Todo es rebajado a la categoría de recurso para el humano, ya sea alimento, fuerza de trabajo, cuerpo para experimentación científica, etc. Esta jerarquización del humano por sobre todas las demás especies hace que violemos, explotemos, asesinemos, hacinemos en condiciones insalubres, enchufemos a maquinas, inyectemos con químicos, y un trágico y penoso etcétera, a seres vivos y sintientes sin ningún desarrollo de la empatía o conexión con el sentir del animal o ser viviente. “Son cosas”, “no tienen alma”, “en la selva funciona así”, “no hay forma de sostener la vida humana de otra manera” y más y más variados argumentos para sustentar nuestro extractivismo diario de vida ajena.
Para esto hace falta también una distancia, en las ciudades no tenemos contacto ni con las víctimas de nuestro extractivismo ni con cómo se lleva a cabo.
Esto puede extrapolarse también a las relaciones humanas, tratar de salvaje a un pueblo originario, por ejemplo, es recurrir a estos procesos de animalización. Se inferiorizan identidades para poder tratarlas como recursos para ser explotados. Y se asienta sobre una idea de “superioridad” por sobre la identidad explotada, en términos de fuerza, poder, conocimiento, dinero, pero también moral y hasta derecho divino.
Como decíamos la separación es clave, si hay cercanía lo más probable es que haya conexión emocional y empatía. Para estos casos se desarrollan operaciones complementarias, no alcanza con cosificar o deshumanizar, es necesaria una demonización.
Los prejuicios que sostienen las jerarquías se explotan a través de asociar a un grupo o identidad social un sentimiento adverso. El miedo, la injusticia, la contaminación o degradación, la criminalidad, son el vehículo para la demonización. Lo que se trata es de tapar un sentimiento por otro. No se puede sentir compasión frente a alguien con quien nos sentimos en peligro; no se puede sentir compasión frente a alguien que vemos como responsable de mis problemas, o responsable de problemas sociales, no se puede sentir compasión por alguien que está infringiendo una norma y por último, no se puede sentir compasión por alguien víctima de sus propias faltas, irresponsabilidades o equivocaciones. En realidad sí se puede, pero en general, la compasión es anulada por el miedo, la bronca, el desprecio o el odio y estos sentimientos son ampliamente explotados, promovidos y reproducidos en los medios de comunicación.
Encontramos en la falta ajena una excusa para no activar nuestra compasión. Y no solo no activamos la compasión sino que damos rienda suelta a nuestro deseo sádico de corregir lo torcido mediante la violencia, verbal, simbólica o física. La violencia es un instrumento de corrección, y así, se nos desarrolla un reflejo que asocia el error con violencia.
Todo es válido para acomodar lo torcido, pues por encima de los derechos que pueda tener quien comete la falta está una sociedad perjudicada. Cuando la demonización se establece se pierde cualquier garantía humanitaria. Las penas no son proporcionales a las faltas, mucho menos justas. Estas faltas en las que pueden incurrir las identidades demonizadas son los canales que van a encontrar los agentes moralizadores para desbordar el odio social construido en primer lugar.
Los varones estamos condicionados para ejercer violencia pero sabemos que ésta no se ejerce en cualquier lugar o porque sí. El odio social como resultado de la demonización de identidades o grupos sociales sirve para apuntar las armas. Pero hace falta una pequeña falta para que se active, pues justificara cualquier violencia ejercida. Así la pollera corta justifica una violación, ir sola de noche, tomar mucho alcohol, etc. hay una función moralizante en el ejercicio de la violencia y un placer sádico instaurado, nos da placer corregir faltas ajenas, nos eleva moralmente, nos encontramos con nuestra función patriarcal de héroes. Corregir la falta es un servicio a la comunidad, es una función social.
Pero algo importante de destacar es que no se regula la violencia en su magnitud, sino quien la ejerce y sobre quien se puede ejercer. El hombre está habilitado para ejercer la mayor violencia posible para un humano, solo necesita que se le active el motivo o, también podríamos decir, se le desactive la inhibición. A diferencia de esto, las mujeres no están habilitadas a alcanzar la mayor violencia posible para un humano, por tal motivo no hay llaves o “justificaciones” que activen estos procesos (obviamente sabemos que existen casos pero no son estructurales). Por otro lado, cualquier cuerpo es susceptible de recibir la mayor violencia, necesaria para la función moralizadora, si este cuerpo incurre en una transgresión social. Por supuesto estamos hablando de una sociedad que ve como una falta moral que identidades marginadas ocupen un lugar diferente al que se destina para ellas, entre otros diversos y cuestionables motivos.
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