En la columna “Macho dijo la partera” que sale por Verdes y Frites, sobre el rol de las masculinidades de la mano de Tincho Suárez, hoy: hablamos de abuso.
¿Por qué volvías cada verano? es una novela y un registro autobiográfico sobre varios episodios de abuso sexual sufrido por Belén López Peiró, su autora, cuando ella tenía entre 13 y 17 años por parte de su tío.
En esta obra, toma como recurso narrativo los diálogos, discursos y declaraciones dirigidos hacia ella o escritos en la causa judicial que sucedieron luego de que ella decida realizar la denuncia.
El abusador es un padre de familia, hombre respetado y querido por su comunidad. También es poderoso, policía, muestra su arma cada vez que tiene oportunidad y garantiza el acceso a lugares de recreación en el pueblo, ya sea la pileta municipal, la única disco o el único equipo de fútbol. Construye su poder a través de favores económicos al resto de la familia, poniéndoles en deuda con él.
Para comenzar el análisis podemos pesar en por qué este hombre hace lo que hace. ¿Cómo se construye ese deseo de violar a una menor? En principio podemos pensar en la erotización frente a una imagen virginal, inocente y vulnerable, seguramente encontró en ella eso que tanto las revistas y los programas de tv fogonean: las famosas lolitas de los años 90, niñas que ya desde los 12 años ya están sexualizadas, en este sentido los medios crean el deseo social masculino. También existe la fantasía masculina de desvirgar a alguien, de “hacerla mujer”. Marcar a alguien de por vida, poco importa si bien o mal, hacen al hombre sentirse poderoso, sentirse alguien. A las mujeres se les fomenta la idea que tener sexo con alguien experimentado es mejor, que con un virgo es aburrido. Muy por el contrario, para los hombres no es aburrido sino parte de una fantasía erótica de poder y dominio exacerbado.
Podemos pensar en una falta de empatía hacia su víctima, pero por los diálogos que transcribe la autora en el libro, el abusador se crea una imagen mental de su acto que lo salvan de convertirse en un criminal y dan vuelta absolutamente el sentido del abuso yendo más por el lado de “te estoy haciendo un bien”, “te preparo para el mundo”, “quien mejor que yo que te quiero el primero que te haga el amor”. De esta manera se salva psíquicamente, ya no es más un monstruo, y por el otro lado construye una dominación psicológica, distorsiona la lectura de la víctima donde el abuso no existe como tal y por eso no puede ser denunciado. Así, la protección, los cuidados, el afecto, y toda la ayuda que recibe la víctima en otros momentos parecen ser el pago anticipado del desahogo sexual que la víctima deberá aceptar para saldar la deuda que no sabía que estaba contrayendo.
En la contratapa del libro Gabriela Cabezón Cámara escribe: “(…) y está toda entera, fuerte, hablando de lo que da tanta vergüenza hablar”. ¿Por qué da vergüenza sufrir un abuso? Entre tantas cosas que se pueden sentir y que seguramente ha sentido la autora del libro, podemos suponer sensación de injusticia, impotencia, dolor, desolación, contradicción, tristeza, desconcierto, miedo, bronca, resentimiento, creo que vergüenza destaca, como también podría destacar la culpa. Tanto la vergüenza como la culpa son sentimientos políticos. ¿Por qué? porque nos han enseñado a sentirlos, porque silencian, inmovilizan, impiden la acción. Hemos aprendido a sentirlos en determinadas situaciones, hemos aprendido con ellos a autoincriminarnos, desviando el foco. Quizá estos sentimientos no se activarían tanto si la ayuda social estuviese más garantizada, si pedir ayuda no se sintiese como un problema o una molestia. En una sociedad donde todo tiende a la individualización, los problemas se resuelven en soledad o se aguantan. Denunciar a alguien con poder tiene sus costos elevados, la novela da cuenta de ello. La revictimización es una constante donde todo el mundo relacional de la autora la cuestiona por cómo se vieron afectadxs individualmente por la decisión de denunciar.
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